Hola a todos.
Ésta es la particular visión que tuve hace un par de semanas al asistir a la tradicional carrera de La Bañeza.
Se ha publicado también, aparte de en Portalmotos, en Motocicleta Clásica, en donde se han colocado una serie de fotos históricas muy interesantes para ilustrar el texto.
http://www.motocicletaclasica.es/ind...neza-2010.html
Espero que os resulte amena la lectura.
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LA BAÑEZA, UNA CARRERA PATRONAL
Calles urbanizadas, plazas previsibles, esquinas de escuadra y curvas delineadas con cartabón; tan sólo alguna caprichosa diagonal rompía esa geometría que se antojaba de parvulario para cualquier piloto de gran premio.
Una carrera dentro de un Monopoly que desde fuera pudiera sugerirse como el propio juego, pero que contemplada tras la cúpula de una moto, enseña, como si de una afilada garra se tratase, su cara más amenazadora, inverosímil en cualquier pista del siglo XXI.
La contundencia de los muros, el filo de los bordillos y el poste de las señales, esperando como un palo gigantesco para sacudir al primer descuido del piloto. La cinta de plástico para contener al público, la nostálgica intimidación que me evocaban las balas de paja. Balas de paja sobre las aceras, una estridente megafonía escalando las fachadas y unos boxes, eventuales como la página del calendario, sobre la angostura de una calle en la que carpas y furgonetas compartían hacinadas la calzada con un público que fluía torpemente mientras contemplaba máquinas del pasado, viejas glorias de otros tiempos, con un orgullo local sazonado de una proverbial curiosidad.
Me aposté en el trazado para colocar la mirada expectante apuntando a la esquina más próxima, esperando –no lo sé- quizá un coro de petardeos distorsionados o tal vez una veintena de tormentas atronando las calles y asustando a los niños. Entonces, en ese preciso momento de calma precedente al temporal, me di realmente cuenta de cuál era el escenario que me envolvía. Me hallaba en medio de una auténtica carrera de ferias, una de tantas que viví y en las que incluso participé hace ya más de tres décadas.
Aquellas carreras…
La de Guadalajara, con la puerta del cementerio esperándote en la escapada de una rápida a derechas; la de Benidorm, con el asombro turístico como protagonista; El Trofeo de La Línea, recorriendo las vertiginosas esquinas de un polígono industrial a medio construir; el Gran Premio de Cullera, con su público abalanzado sobre las pacas de paja, echando el aliento, prácticamente, sobre el casco de los pilotos a su paso. Guadalajara, Benidorm, La Línea, Cullera…
Cullera y La Bañeza.
La Bañeza, una auténtica carrera patronal en pleno siglo del cambio climático que conserva intactos todos los ingredientes que componían el motociclismo de velocidad de hace tres, cuatro y más décadas.
En este mes de agosto tuve la oportunidad de vivir una jornada nostálgica protagonizada por los sonidos de un pasado que sentí en los años más alocados de mi juventud. El petardeo de Ossas, Bultacos y Montesas, abrió en mis ojos ese día estival una vía de emoción que terminó por materializarse con el bello erizado al penetrar en mi olfato el refinado aroma del Motul o del Castrol 747.
Ya se sabe: La música y las fragancias constituyen en sí el único medio que nos transporta al instante en el espacio y también en el tiempo.
Después, llegó el sonido bronco y grave de las cuatro tiempos: un mar de Ducatis monocilíndricas salpicado por una de las primeras BMW bóxer, por la belleza exclusiva de alguna AJS y por el romántico bramido escapado de los megáfonos que tres Norton Manx vertían sobre las plazas y aceras. Llamar clásicas a estas inglesas suena como un ingenuo eufemismo. Históricas, motos históricas sacadas de la leyenda de los grandes premios, del tenebroso bosque que tupe Hockenheim, de la montaña pelada que corona La Isla de Man, de los acantilados que forraban el trazado de Opatija, de la pista de aterrizaje que formaba la recta de Anderstop o del paso a nivel que cortaba con descaro el circuito Imatra para llevarlas a las calles de un pueblo leonés.
Me moví después por el singular trazado ciudadano hasta dar con la recta de meta. Caminé pasando junto a su tribuna, tan provisional como toda la feria, y llegué hasta el final, que culminaba en un codo abierto de izquierdas al que se llegaba a fondo y que exigía mucho valor, un valor de otro tiempo, para segarlo con el gas abierto. Ese codo era la primera variante de una rapidísima ese en bajada con un pequeño badén que ni colocado a propósito para complicar un poco más la vida a los pilotos: Un badén en plena transición, en pleno cambio de dirección.
Contemplé de nuevo el paso del estridente coro de chicharras. Arrugas cincuentonas resaltaban bajo los cascos, cuerpos redondeados por una evidente blandura y embutidos en monos retro y la obscenidad de alguna barriga apoyada sobre el depósito. Después se abrió un nuevo paréntesis de silencio hasta escucharse desde el fondo de la recta un aullido inimitable que tomaba una tonalidad estremecedora entre las casas de La Bañeza. Piloto y máquina abordaron el codo, la primera variante de la ese, y al lanzarse en su bajada escuché abrir gas justo encima del badén para que la moto respondiera con un seco trallazo: Puro espectáculo entre la paja y los muros. A la vuelta siguiente el mismo piloto, con las mismas ganas de un junior, aceleró un par de metros antes y en la siguiente incluso se permitió cambiar para pasar con una marcha más larga. El casco exageradamente elevado, como lo llevaba en aquellos años en los que encandiló a media España, con el mentón sobresaliendo por debajo y los ojos sin nariz justo en el centro de la pantalla; su estilo arácnido, como su silueta, desplegando al máximo la pierna interior, a la búsqueda del viraje, y abriendo también la exterior; agachando la cabeza para apuntar con la cúpula de la moto al ápice de la curva siguiente y salir afeitando la paja que le preserva de otro muro más.
-Es él, el mismo de siempre sobre la moto. No ha cambiado ni un detalle de su estilo.
Comenté a mi compañero con una emotiva admiración. Él asintió a mi derecha. Pero de repente, al otro lado, escuché a una voz de timbre pueril confirmar mis palabras.
-Sí, es el mismo de siempre. No ha cambiado nada.
Mi asombro me llevó a girar la cabeza para observar junto a mí a una criatura, un chaval, que a buen seguro no alcanzaba a la veintena. Sé que debería haberme callado, sé que lo razonable debía haber sido guardar un silencio resignado o incluso haber reafirmado sus palabras para zanjar el asunto. Sin embargo, el comentario brotó de mí de una forma tan espontánea como inesperada.
-Pero, ¿cómo puedes decir que es el Joan Garriga de siempre si cuando él corría El Mundial aún quedaban unos cuantos años para que nacieras?
El tono de mis palabras, aunque paternalista, sonó amistoso, o al menos quise que sonara amistoso; en cualquier caso libre de cualquier tipo de reproche. A pesar de ello, el joven descargó sobre mí probablemente la versión más soez de su soberbia; una soberbia acuñada sin duda al abrigo de los desatinos, apaños, chapuzas y despropósitos implícitos en los distintos planes de educación puestos en marcha en este país por los diferentes visionarios de cada gobierno durante los últimos veinticinco años.
Cuánta razón tiene, señor Pérez-Reverte.
Para concluir y volviendo a esta singular carrera, la de La Bañeza. Merece un comentario especial la nostalgia que rezuma de cada calle. Una nostalgia deportiva que flota sobre todo el circuito, que hace vibrar el corazón de cada piloto y que ha despertado en este servidor que escribe un particular aprecio por lo rancio que hasta el momento se había ceñido a los museos y las exposiciones, digamos que es un aprecio tan activo como entusiasta.
¿Alguien me presta una clásica para correr el año que viene?
La Bañeza, una carrera patronal
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