Hola a todos
He pasado un tiempo sin pasar por vuestro rincón, entre otras cosas porque no puedo estar en todas partes (foros de Harley incluidos -todo es motociclismo-). Uno, con el entusiasmo trata de abarcarlo casi todo y al final termina dispersándose. Algo así es lo que me ha pasado con Todocircuito.
Pero he empezado a poner un poco de orden y desde luego espero aparece por aquí con la continuidad que he cortado en las últimas semanas.
Para retomar estas apariciones, quiero dejaros este pequeño escrito que relata de una forma muy personal las impresiones y sensaciones que provoca rodar en un circuito por la noche.
Me sentiría muy afortunado si con él os sacara siquiera por un par de minutos de ese ritmo cotidiano, a veces monótono, en el que nuestra vida tiende a sumergirnos.
Un saludo.
--------------------------------------------------------------------------
EL CIRCUITO EN LA NOCHE
Tenía una idea forjada tras el último Mundial de Resistencia e imaginaba que la pista de Albacete tendría una visión nocturna desde la moto semejante a la de una céntrica avenida o a la de una cancha externa de balonmano.
Sin embargo no fue así.
Al arrancar la primera tanda, ya con los rescoldos del crepúsculo consumidos, me percaté de inmediato de que el circuito apenas se veía con la luz de una vecinal calle de barrio, no más que una de ésas que no llevan a ninguna parte y que tienen como único fin el aparcamiento de los coches y el acceso a los portales.
Al internarme en la pista encontré un bosque de sombras rasgadas por los destellos de focos solitarios que acotaban la pista como centinelas salteados custodiando una carretera. Así, la ese larga del principio, suave como el trazo de una estela, brillaba sobre la penumbra con el frío resplandor de un glaciar serpenteando la cordillera, y la grada desierta que acota su salida se adivinaba como la presencia de un gigante impasible, ausente.
El Garrote se te echaba encima, emboscado tras uno de los puntos más apagados de la pista, y su vértice, el más agudo de todo el recorrido, tan sólo se intuía con la providencial ayuda de la memoria. La salida de la Cafetería, abriendo paulatinamente el gas mientras la máquina recuperaba la verticalidad, me transmitía la sensación, con la luz colgando de los elevados pilares, de hallarme en un polideportivo practicando alguna de sus actividades en una noche invernal. Unos metros más allá, el codo siguiente aparecía como el único tramo verdaderamente iluminado sin miserias; sin embargo duraba muy poco, porque al desembocar en la pequeña recta, la luz se disipaba para devolver de nuevo el protagonismo a la penumbra; una penumbra que dibujaba la llegada a la parabólica como la entrada de una cueva y que a continuación se convertía en una oscuridad que cubría todos esos largos segundos inmerso en la horizontalidad haciéndote sentir transitando por el interior de El Tren de la Bruja.
Allí, en medio de esa continua inclinación, escuché a mi rebufo el aullido de un motor, sobrecogedor como el aviso de un gran felino. Sin embargo me resistí, aguanté su acoso como pude, con todas mis fuerzas, para evitar una pequeña humillación. No, por fuera, no. No podía consentirlo. Y logré mantenerme delante con dignidad hasta el cambio de dirección, donde abrí la puerta para descubrir con asombro de quién se trataba. Sí, entonces vi cómo la silueta estilizada de Ángel Cuerva, a lomos de su pantera negra (ACV10, la Moto2 que él mismo se ha fabircado), se lanzaba con elegancia a por el ápice, dejando, justo al rebasarlo, una estela de bengala con el titanio de su rodilla.
La Fea llegaba entre dos luces y a la salida encaraba la recta de atrás bajo el lejano resplandor de los focos que cuelgan sobre le paddock y la meta. Allí, mirando a la rápida del fondo, apareció como una centella la figura blanquiazul de otro piloto amigo. Le vi encarar la curva con una trazada impecable, aun a falta de la luz roja sobre su colín –ya le comenté que no se molestase en repararla, no la necesitaba porque nadie se encontraría repentinamente con él-.
Dejas correr la moto en la entrada de esa misma curva, abres gas rapelando en busca del vértice y cuando lo tocas jugando con la fuerza centrífuga sobre el contraperalte, descubres la imagen más lírica de la noche.
Al levantar la máquina para buscar el piano exterior, se muestra ante ti un cuadro insólito pintado sobre el lienzo que enmarca la velocista madrugada. La luna en cuarto menguante colgaba sobre la chicane y al fondo sobre la redonda de entrada a meta.
Una pincelada de romántica plasticidad contemplada por un instante a toda velocidad.
Sobre la chicane vuelve la luz y se presiente, como las fiestas de un pueblo en la distancia nocturna, el resplandor que está por llegar precipitándose sobre el asfalto. Te tiras a la redonda, y van pasando los metros inclinado, mientras que su aceleración sirve de antesala a ese resplandor que ilumina tres cuartos de la recta. La luz más esplendorosa de toda la pista es para ella, para la recta.
La moto se endereza y el motor grita rindiendo el máximo mientras los avisadores luminosos del sobre régimen montan una pequeña verbena bajo la cúpula, adquiriendo una insospechada intensidad, un esplendor colorista con la máxima aceleración mientras aprecias de reojo y a tu derecha el paso fulgurante de la única zona habitada del circuito.
Luz, mucha luz. Todos los watios transformados en un millonario torrente de fotones justo un momento antes de alcanzar el paso más excitante.
Un verdadero paso de ciencia ficción.
La recta. 240, 250, 260, 270… y al final.
¿Qué hay al final de la recta en medio de la noche?
Al final se muestra un fondo de negra oscuridad salpicado con una multitud de puntos brillantes.
Al final, con el motor rindiendo al límite en sexta, te encuentras con el mismísimo firmamento que te espera con sus negros brazos abiertos para invitarte al despegue, a abandonar el planeta en busca del Hiperespacio mientras en el centro de tus entrañas arranca un grito cargado con toda la euforia que puede abarcar tu imaginación.
El Circuito en La Noche
vacion
Modo lineal
