Moriwoki

Hola de nuevo.

Es posible que alguno piense que "se me ha ido la pinza"; sí, tal vez tenga razón. Pero lo cierto es que es así como lo he vivido recorriendo todo el vial de servicio de la pista francesa y también dentro del box, codo con codo con cada miembro del equipo, hombro con hombro con los pilotos, incluso infudándoles todo el ánimo que era capaz de darles en los momentos más duros.
Así es esta increíble carrera.
No entiendo por qué la Resistencia no convierte en nuestro país cada fin de semana en una auténtica fiesta de la moto.

--------------------------------------------------------------------------

LAS ÚLTIMAS HORAS. EL FINAL



El amanecer, esa hora intermedia como el presente, fuego entre la madera del pasado y la ceniza del futuro, se hace más irreal aun tras los manillares de una moto de competición, viendo pasar la pista a un ritmo inaudito que ya no produce vértigo en el piloto, sino una meteórica familiaridad, un desfilar fulgurante vuelta a vuelta de las cosas, que le lleva a saludarlas mentalmente: El puente arqueado de Dunlop, el tránsito por la redonda, contemplando el paso perpendicular de una realidad horizontal para el resto el mundo, los cuerpos tendidos, borrachos o agotados, de una apasionada afición en las laderas de la pista, la noria gigante, ya inmóvil, con su rotación congelada en el espacio, y la tribuna principal, mitad gris y mitad entumecida y adormilada.

El amanecer, una hora en la que el relente se posa en silencio, a hurtadillas sobre el asfalto, como un invitado temido y furtivo.

Y un sol traslúcido comienza a levantar por la espalda de los boxes, con destellos que traspasan la debilidad de unas nubes que apenas se plasman sobre el tibio cielo francés y que lanza una luz cegadora contra las pupilas aún dilatadas de los sufridos pilotos.

La mañana avanza presidida por es luminosidad de los días que quieren nublarse y no pueden, esa luz sin apenas calor que lleva, sobre todo si no se ha dormido, a la búsqueda desesperada de unas gafas oscuras, al refugio sombrío de una modesta visera.

Cuando el mediodía se eleva en el cielo, es difícil definir si se piensa ya en la llegada, si se acaricia la meta con ese anhelo fraguado durante tantas horas, si se hace con el deseo de que ese esfuerzo prolongado mucho más allá del sentido común termine de una vez o si, en último caso, se hace con el freno, temeroso y supersticioso, de que fijar demasiado el pensamiento en ella, en la meta, puede atraer al más inoportuno de los infortunios.

El reloj pasa de las dos de la tarde y ese miedo a la desdicha postrera, a la fatídica avería del último momento, se extiende por todo el paddock y también se deja notar en la pista, llevando a los pilotos a recortar el ritmo de tal manera que durante esas últimas vueltas cualquier junior aficionado podría ponerles en un serio aprieto.

El speaker grita y grita, y el director de carrera sale por fin a la recta de tribunas y hace ondear vigorosamente su bandera universal al paso de cada uno de los pilotos.

Las 24 Horas de Le Mans 2010 han concluido.

Por una parte, los comisarios, las asistencias y la dirección de carrera respiran aliviados al ver que un año más otra edición de esta prueba maratoniana ha concluido sin demasiadas complicaciones y cumpliendo sus principales objetivos.

Por otra, el público vibra dejándose llevar por la intensa emoción del momento, aunque bien es cierto que una tibia sombra de tristeza aparece de inmediato al pensar que la gran fiesta de la moto se ha acabado por este año.

Y por su lado, cada box rebosa de júbilo, cada equipo deja correr a lo largo del pit line su inconmensurable alegría y acude alborozado al paso de su moto camino del parque cerrado.

La organización aliviada y satisfecha, el público emocionado, el equipo jubiloso como no podía imaginar antes de tomar la salida… ¿Y el piloto? ¿Cómo se siente el pilto?

El piloto encuentra en la llegada la constatación palpable de que lo imposible, lo inalcanzable, se ha hecho realidad; y siente al mismo tiempo, como una explosión, la emotiva rotura de sus nervios tras largas horas de encarnizada batalla contra la adversidad y el desaliento. La Meta de las 24 Horas: un momento sublime almidonado por la dulce inconsciencia del agotamiento que sirve de remate a un cóctel de profundos sentimientos, calificable, con absoluta convicción, como una de las más extensas e intensas formas en las que La Felicidad puede traspasar el espíritu del ser humano.

Las 24 Horas de Le Mans, una carrera que se interna en el lado metafísico de la moto.